Mexico and the World
Vol. 9, No 4 (Fall 2004)
http://profmex.org/mexicoandtheworld/volume9/4fall04/Requiem.html
Réquiem por los Hijos de Sánchez
por Rodríguez Castañeda
Los Hijos de Sánchez es un título famoso. Antes de ser película, el Fondo de Cultura Económica editó por primera vez el libro en español en su 30° aniversario, hace 40 años. La gente cree que es novela, pero Oscar Lewis no fue novelista, sino antropólogo, y las historias de Jesús Sánchez, el padre; Manuel, Roberto, Consuelo y Marta, los hijos, no fueron invención. Que además de ser antropólogos, Oscar y Ruth Lewis hayan tenido el talento para hacer un montaje literario y novelesco de esas historias auténticas es otra cosa.
En menos de cuatro meses se agotó la primera edición de 6,000 ejemplares. Algo insólito en el mercado editorial de 1964. En febrero de 1965, cuando comenzaba a circular la segunda edición del Fondo, como en los buenos tiempos de la Inquisición, surgió una denuncia penal enderezada contra el libro. En apariencia acusaba el empleo “de un lenguaje soez y obsceno”, la descripción “de escenas impúdicas” y la emisión de “opiniones calumniosas, difamatorias y denigrantes contra el pueblo y el gobierno de México”; en verdad evidenciaba la ira que causó la revelación de la desigualdad social y sus efectos; ruidosa pedrada en el bello y sereno estanque de las verdades oficiales, y una de las primeras señales de que México no era el país que el régimen se empeñaba en mostrar hasta antes del 2 de octubre de 68.
Algo parecido había pasado en 1950, con Los Olvidados, de Buñuel, película que fue una especie de prefiguración de los Sánchez, en tanto que protagonistas no idealizados de la pobreza.
Pero atrás del libro, del escándalo que la denuncia produjo y del éxito editorial, había personas de carne y hueso cuya identidad, oculta tras los seudónimos, Lewis hizo hasta lo imposible por mantener en el anonimato con el afán de protegerlos.
Este anonimato pronto fue vulnerado. La curiosidad de los medios y la habilidad reporteril descubrieron que los Sánchez no eran de la colonia Guerrero, como lo sugería el nombre de algunas calles, cambiadas adrede para inducir al desatino a los lectores, sino de Tepito, y que Bella Vista era en realidad La Casa Grande, una vecindad donde vivieron 157 familias que duró más de medio siglo, resistió los sismos de 85, pero no la remodelación urbana posterior, que edificó en ese sitio un número multifamiliar de palomares de no más de 40 m2 cada uno.
También supieron que el verdadero apellido de los Sánchez era Hernández; que el padre se llamaba Santos y los hijos varones, Luis y Pedro, respectivamente.
Los reportajes periodísticos que los descubrieron se cuentan por docenas. Al principio, produjeron desazón, por el riesgo potencial que para los protagonistas de tan descarnadas historias suponía que se supiera su verdadera identidad, debido a su cercanía con gente del mundillo delincuencial de entonces, meras travesuras juveniles, comparadas con lo que vemos ahora.
Los propios Hernández (Sánchez) se debatieron en la ambivalencia de ser y no ser. Al menos a Manuel (Luis) le hubiera encantado presumir ante el mundo que él era el héroe de las hazañas y el villano de las iniquidades narradas con tal franqueza y dramatismo, si no hubiera sido por el profundo respeto que le guardaban al doctor Lewis y a sus recomendaciones —verdaderas órdenes para ellos— de que fueran discretos.
Lewis mismo libró pleitos frontales para ocultarlos en tanto que personas reales, comenzando por sus despedidas abruptas, por encima de la cortesía que le debió merecer el trato de colegas y amigos, a quienes hacía retirar cuando esperaba a alguno de los Sánchez; adioses que se volvían órdenes de salir conforme se acercaba la hora en que los había citado.
Por fortuna, las revelaciones periodísticas durante la época en que los Sánchez fueron novedad no ocasionaron más efectos que la contrariedad de Lewis y la inocultable, aunque reprimida satisfacción de quienes solían mostrar el diario donde aparecía su foto y el texto que hablaba sobre ellos; notas superficiales e inmediatas, típicas de las ediciones vespertinas.
Hoy nada de eso importa: Lewis murió hace 34 años; Santos, el padre, en 1987; Pedro, en 2001 y Luis, en el verano de 2002.
Hasta donde sabemos, ningún diario informó del deceso de estos mexicanos ilustres.
No obstante sus 77 años, don Jesús continuaba trabajando para mantener a la más reciente familia que había formado, en cuyo hogar había hijos e hijas jóvenes. El 5 de enero de 1987 salió de su casa rumbo a la parada del camión cuando todavía no amanecía. Lo arrolló un pesero que venía desde la noche. Al día siguiente, tres de los hijos famosos y unos cuantos amigos asistieron a su inhumación.
A pesar de los traumas y agravios que les infirió durante su infancia, tanto a Manuel como a Roberto deprimió hondamente la muerte de su padre. Ambos eran capaces de expresar sus sentimientos con los ojos. Miraban con profundidad, y según estuvieran alegres o tristes, detenían la mirada frente a la pupila de sus interlocutores un tiempo corto o largo, como hicieron con el tempo los músicos que lo mismo compusieron una suite que un réquiem.
Roberto fue un hombre triste. Sintió falta de amor toda su vida; por eso “Empecé a robar cosas de mi propia casa cuando niño” —dice la primera línea su la narración (Roberto i).
El sentimiento de orfandad, que permea su historia, movió algo profundo y maternal entre muchas norteamericanas mayores de 50, según expresaron a los Lewis curiosidad por la salud y el destino de Roberto, después de leer The Children of Sánchez.
Roberto robó hasta que la revisión de su propia historia lo indujo a reconsiderar, apenado, el daño de sus fechorías. Se curó la cleptomanía, pero no la pobreza, tampoco el alcoholismo. La muerte de su único hijo convirtió el final de sus 70 años en pena insoportable: la cirrosis hepática triunfó el 4 de diciembre de 2001.
Manuel, quien saludaba a la vida, a su familia y a sus infinitas amistades con talante olmeca, como de Carita Sonriente, se decía comerciante, pero era un poeta. No le interesaban tanto las ventas ni las utilidades diarias como filosofar. Y la mejor poesía que hizo, salió de sus labios cuando menos se lo proponía; en cambio, si tenía la intención de expresar una frase con un propósito de belleza formal, fracasaba estrepitosamente como cualquier mexicano cursi.
Que la muerte del padre y de los hermanos haya ocurrido en medio del dolor y la discreción familiar, así como del desconocimiento social, es lógico y explicable, acaso hasta deseable, pero no por eso menos triste. En la medida que sus historias estrujaron la conciencia del sector de la sociedad mexicana dispuesto a enterarse de la realidad mediante la lectura y contribuyeron a resquebrajar una imagen hipócrita y de falso bienestar social, ese desconocimiento significa el ribete más irónico del anonimato que cubrió su identidad. Al menos los lectores de aquel libro deben saber que Roberto y Manuel han muerto.
La Biblioteca de la Universidad de Illinois en Urbana es depositaria de las cintas magnetofónicas que contienen las entrevistas que Oscar Lewis sostuvo con los integrantes de la familia; material que está disponible para la consulta de los interesados desde 1992. Quien haya tenido dudas sobre la autenticidad de estos testimonios o se interese por escuchar las historias narradas en el libro en la voz y con la emoción de sus protagonistas, puede conocerlas ahora que han muerto.
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