Mexico and the World
Vol. 7, No 3 (Summer 2002)
http://www.profmex.org/mexicoandtheworld/volume7/3summer02/alvaro_matute.html
James W. Wilkie y Edna Monzón de Wilkie,
Frente a la Revolución Mexicana. 17 protagonistas de la etapa constructiva. Entrevistas de historia oral. Líderes políticos Salvador Abascal, Marte R. Gómez. Luis L. León, Jacinto B. Treviño,
Vol. III, Editor general: Rafael Rodríguez Castañeda,
México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2002, clxii – 368 p.
Presentatción, por Alvaro Matute
Más que presentar de manera particular este volumen, quiero rememorar y valorar lo que significó para mi en 1969 la publicación de la obra México en el siglo XX de la que Frente a la Revolución Mexicana. 17 protagonistas de la etapa constructiva es una cabal reedición aumentada.
Quienes para entonces teníamos interés en estudiar de manera formal la historia de lo que había transcurrido del siglo XX, al menos de sus primeros 50 o 60 años, no disponíamos sino de algunas fuentes testimoniales, hemerográficas, estadísticas y estudios de orden económico y más recientemente, de ciencia política y sociología que, por definición disciplinaria, no eran históricos. El remedio tardó en llegar y todavía es cuestionable afirmar que el problema ya está resuelto. Lo que sí es indudable es que los materiales y, sobre todo, las posibilidades de hacerlo y no ya con la mitad del siglo, sino con todo él, han aumentado.
¿A qué me refiero con la palabra posibilidades? A aquello que refiere el editor de esta obra Rafael Rodríguez Castañeda en el primer volumen, esto es, al hecho de que en aquel tiempo toda injerencia de los investigadores extranjeros en torno a la sacrosanta historia nacional era vista como actividad de la CIA o como una violación a nuestra excluyente soberanía. Rodríguez Castañeda cita palabras escritas por el periodista Horacio Quiñones, quien elaboraba una gacetilla para consumo interno de la elite política en la que hacía eco de las líneas emanadas, ya de Palacio Nacional (Francisco Galindo Ochoa), ya del Palacio de Cobián. Estaba muy fresco el escándalo provocado por Oscar Lewis y la familia Sánchez, que se utilizó como pretexto para eliminar de la dirección del Fondo de Cultura Económica a don Arnaldo Ofila Reynal. Ese clima de linchamiento intelectual a quienes removían los andamiajes contemporáneos fue nota típica del sexenio presidido por Gustavo Díaz Ordaz. Pero cabe aclarar que no dependía sólo de él, sino que era toda una mentalidad, identificada con quien presidía el gobierno, la que expresaba esa xenofobia antiintelectual.
Por haber aparecido ya en 1969 y publicada por la editorial de un hombre de prestigio consolidado por su actitud izquierdista, don Jesús Silva Herzog, la obra de James y Edna Wilkie no tuvo una recepción tan adversa como la del antropólogo Oscar Lewis. Aparte había otro ingrediente, ya que se trataba de entrevistas en las que había voces indudablemente identificadas con la oficialidad, así como otras provenientes de la oposición de ambos lados de la geometría. Calificar de injerencia de la CIA a entrevistas hechas a personas como Ramón Beteta, Emilio Portes Gil o Marte R. Gómez era sencillamente idiota. Quiñones sabía, sin embargo, que resultaba muy difícil levantar ese anatema. Periodistas como él, o como el maestro indiscutible de estos menesteres, Carlos Denegri, eran conscientes de su efectividad. Afortunadamente 1969 era año que aguardaba destape y precampaña política, además de que los saldos de 1968 estaban ahí e indudablemente el gobierno ya no quería otra campaña en la prensa abierta y sólo se limitó al cuadernillo del BIP, consumido sólo por los políticos activos.
La otra perspectiva era la de la gente como yo, que ya me anuncié como interesado en saber del siglo XX. La ocasión propuesta por los Wilkie era deleitante. Su menú ofrecía casi todas las gamas de la geometría política mexicana de la bien llamada “etapa constructiva”. Podíamos en ese libro leer las versiones de la historia transcurrida y protagonizada por ellos, además de los tres mencionados líneas arriba, de Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, el propio Silva Herzog y Miguel Palomar y Vizcarra. En suma, se ofrecían experiencias vividas y opiniones vertidas desde posiciones muy diferentes, de parte de personas que para entonces ya estaban colocadas “más allá del bien y del mal”, por lo que podían expresar tranquilamente lo que pensaban. Las entrevistas habían sido hechas a lo largo de la década de los sesenta y sólo al final habían sido transcritas y editadas. Digo esto en particular porque explica la ausencia del 68 como tema de las conversaciones.
Y vuelvo a mi caso particular. En algún sentido, desde la perspectiva en la que me había formado, no me resultaban extrañas las aseveraciones de Lombardo o don Jesús, con cuyos textos estaba familiarizado.
Mi sorpresa fue la resultante de “abrirme” a Gómez Morín y Palomar y Vizcarra, en quienes encontré razones de ser históricas y perspectivas críticas compatibles, pese a mi formación en el otro lado de la geometría. Particularizo el caso de Palomar, que para el volumen que hoy se presenta puede resultar paralelo al de Salvador Abascal. En 1969 sólo se contaba para el estudio de la guerra cristera con el trabajo de Alicia Olivera de Bonfil, que representaba un avance académico hacia la comprensión del conflicto, pero todavía no se habría dicha comprensión hacia los protagonistas cristeros como sucedió con la aportación de Jean Meyer, ya en 1973.
En la entrevista con Palomar, no se trataba propiamente de un cristero, sino de un dirigente de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Parte del aprendizaje consistía precisamente en deslindar a unos y otros y, desde luego, a saber cuáles eran sus convergencias.
En el caso de Gómez Morín, de quien me había llegado la fama de su inteligencia, simplemente la corroboré al leer sus respuestas a las pregustas de James y Edna Wilkie. Del lado oficial, puedo decir que la menos interesante para mi, entonces y ahora, fue la de Emilio Portes Gil, a quien ya conocía, por sus libros en los que hacía la “autobiografía” de la Revolución.
En cambio, de la inteligencia de Beteta ya teníamos muestras, pese a que por entonces le guardaba rencor por el hecho de haber eliminado del Novedades, que aunque no lo crean fue un excelente periódico, a los redactores del suplemento México en la Cultura, que dejó en manos de un director inocuo. La lectura de Beteta implicaba una suerte de reconciliación con un hombre talentoso que rememoraba sus andares en los entrepisos del poder.
Y finalmente don Marte R. Gómez, que forma parte de esta nueva edición y en cuyas palabras se puede ver la trayectoria y la importancia que tuvo la gente de la Escuela Nacional de Agricultura en el proceso revolucionario.
En fin, para concluir con mis notas autobiográficas, debo decir que la lectura de aquél México visto en el siglo XX representó para mi el haber aprendido muchas cosas acerca del siglo transcurrido, pero además, versiones complementarias y contrapuestas acerca de lo acontecido. Eso era lo fascinante de un libro que ofrecía siete versiones de los hechos, vividos en siete diferentes trayectorias. Eso no me presentaba a mi dificultades por el hecho de que se imponía lo relativo y cualquiera aproximación a algo absoluto, único y definitivo se antojaba, si no imposible, al menos remota. Era abrir un expediente de investigación que se iría enriqueciendo con estas vivencias complementarias. De antemano sabíamos que Lombardo y Gómez Morín no iban a pensar igual, lo interesante era observar cómo pensaban y cómo sus interpretaciones de los hechos se convertían ellas mismas en hechos.
El resultado no podía ser mejor. El panorama del siglo XX se nos abría “más allá de la Revolución Mexicana”, como había escrito Manuel Moreno Sánchez.
Con las palabras de los protagonistas del proceso se abrían las múltiples posibilidades de abordar la historia del siglo, como posibilidades viables de ser del siglo. Algunas acaso ya conscientes de su caducidad o de su fracaso; otras abiertas, esperanzadoras de alguna capacidad de superar obstáculos, pero todas expresadas con un alto nivel de convicción que me hizo no sólo superar prejuicios sino, gracias a eso, tener un horizonte ampliado de horizontes que pudo seguir y siguió el siglo XX.
*
No quisiera cerrar mi intervención sin aludir aunque sea de manera breve al tercer volumen de esta nueva edición. La agrupación del primero se centró en los intelectuales; la del segundo en los ideólogos y ahora toca su turno a los líderes políticos, que son, como queda en el subtítulo, Salvador Abascal, cabeza del sinarquismo, que no quedó solamente en la fase de los planteamientos de un programa político a seguir, sino que se permitió llevar a cabo la experiencia de cotejar las ideas con la práctica, al fundar la colonia de Santa María Auxiliadora en Baja California Sur.
El ya aludido ingeniero Marte R. Gómez, hombre ligado a la industria azucarera, con un interesante pasado de vinculación con el zapatismo, observador agudo del acontecer y expresión del nacionalismo típico del momento.
Otro ingeniero, Luis L. León, de la elite fundadora del Partido Nacional Revolucionario, voz y expresión de los sonorenses, en algún sentido uno de los albaceas de Obregón y Calles.
Finalmente, el general Jacinto Blas Treviño, el único divisionario constitucionalista egresado del Colegio Militar, como todos, víctima de los vaivenes revolucionarios y a la postre, fundador de un partido que trató de capitalizar una posible ortodoxia revolucionaria.
Todos y cada uno, expresiones de lo que el propio James W. Wilkie caracterizó allá por 1973 con el vocablo “elitelore”, contrapuesto a la acepción precisa de “folk-lore”, o sea el conocimiento que se tiene de lo propio, pero no en este caso de la colectividad que es un pueblo, sino la de unos cuantos privilegiados que estuvieron en o cerca del sancta sanctorum de la política nacional. Ese elitelore es algo que gente como los entrevistados tiene y que no necesariamente comparte, hasta que se hace público mediante este tipo de acciones consistentes en dar a todo tipo de lectores lo que ellos guardaban para sí y para círculos muy reducidos.
Hoy en día, a diferencia de 1969, en los 32 años transcurridos los protagonistas han fallecido, por lo que sus voces quedan ya como testimonio pasado, pero también, ya pueden ser leídos desde perspectivas históricas que indican que los tiempos sí han cambiado. Tal vez quienes los lean ahora sin tener los referentes inmediatos de que se trataba de figuras públicas que, por decirlo así, todavía hacían ruido, podrán enfrentarse a sus palabras como historia acontecida, de la misma manera como mi generación evocaba a los caudillos de la revolución o a ideólogos como Luis Cabrera, Félix Palavicini, en fin a los que ya no nos alcanzaron, o más aún, a personajes como los científicos, intelectuales como Antonio Caso, José Vasconcelos o Jorge Cuesta.
El balance no es otro sino darle un enorme reconocimiento a los que hicieron posible que esas voces no se perdieran; que su elitelore no se fuera con ellos a la tumba.
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