Mexico and the World
Vol. 4, No 1 (Winter 1999)
http://www.profmex.org/mexicoandtheworld/volume4/1winter99/migracion_internacional.html

Migración internacional y flexibilidad laboral en el contexto de NAFTA.


Dr. Alejandro Canales C.

Enero, 1999.


Introducción.

La migración internacional constituye un factor de creciente preocupación, tanto en esferas del ámbito político, como en el debate académico y la acción de organismos no gubernamentales. Este interés surge, entre otras cosas, por la dimensión y magnitud que adquirido recientemente el desplazamiento de trabajadores de países del Tercer Mundo hacia las economías industriales y desarrolladas. Asimismo, y a diferencia de otras migraciones internacionales que se dieron en el pasado, este movimiento de población se da en un contexto de creciente internacionalización y globalización de la producción, así como la conformación de bloques económicos regionales en torno a las grandes potencias de la economía mundial (Estados Unidos, Japón y Alemania).

En este marco, la migración México-Estados Unidos puede tomarse como un caso paradigmático, tanto en términos de su historia, magnitud de la población involucrada y modalidades migratorias, como en términos del sustantivo avance en el proceso de integración económica en torno al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, por sus siglas en inglés). En efecto, en estudios recientes, se ha estimado que en 1996 más de 7.2 millones de mexicanos residían en los Estados Unidos (Comisión Binacional, 1997), a los que si agregamos la población estadounidense de origen mexicano (chicanos) nos da una cifra que representa más del 12% de la población de dicho país.

Por su parte, en 1994 entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio, el cual constituye un paso importante en la integración comercial, financiera y productiva entre ambas economías. De hecho, es de esperar que la aplicación de las diversas normas sobre liberalización del comercio y flujo de capital incluidas en NAFTA, refuercen y consoliden el proceso de integración que ya se venía dando desde la década pasada. Asimismo, esta integración de hecho se ha apoyado y ha reforzado la transformación productiva que se ha impulsado en ambos países, como respuesta a la crisis de los modelos de crecimiento industrial y paradigmas tecnoeconómicos prevalecientes hasta los años setenta.

En este marco de transformación productiva, globalización e integración regional, se ha abierto un interesante debate en torno a los posibles efectos del Tratado de Libre Comercio sobre la dinámica, composición y modalidades de la migración México-Estados Unidos. Al respecto, la discusión se ha canalizado en torno a dos posiciones extremas. Por un lado, quienes sostienen que a partir de NAFTA se produciría una reducción del flujo migratorio, en la medida que dicho acuerdo comercial estaría orientado a la modernización de la base productiva en México, transformando de esa forma, las condiciones estructurales que hasta ahora han promovido la emigración de mexicanos al país del norte. Por otro lado, se ubican quienes sostienen la tesis opuesta, esto es, que el éxito de NAFTA se basa precisamente, en las desigualdades estructurales entre uno y otro país, y que por tanto, la integración comercial tenderá necesariamente, a traducirse en una mayor presión para la migración mexicana.

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, estas posiciones surgen de un debate mal planteado. Por un lado, en todo el debate subyace la idea de que la migración internacional en sí, es algo no deseable, y que por lo tanto debiera ser controlada y regulada. Por otro lado, no es posible pensar en cambios drásticos en la dinámica migratoria a partir de NAFTA, primero porque NAFTA no implica un cambio sustantivo en las relaciones económicas México-Estados Unidos, y segundo, porque ya desde los ochenta se consolida una serie de cambios en la dinámica migratoria, que son consistentes con el proceso de integración económica que se inicia en esos años.

En este contexto, el objetivo del presente trabajo es proponer un marco de referencia para el análisis y entendimiento de la dinámica migratoria reciente, así como de los posibles impactos que la integración económica en torno a NAFTA pudiera generar en la magnitud, composición y modalidades de la migración México-Estados Unidos. Al respecto, nuestra tesis es que los posibles efectos sobre la migración, no hay que buscarlos en NAFTA propiamente tal, sino en los procesos de transformación productiva que le subyacen. En particular, sostenemos que las nuevas modalidades migratorias expresan procesos de cambio estructural, que dicen relación con las transformaciones en la dinámica de los mercados laborales, como resultado de las diversas formas de flexibilidad laboral que se han implementado tanto en México como Estados Unidos.

Hemos organizado este trabajo en tres secciones. En la primera, presentamos los principales argumentos de cada posición en torno al debate de los impactos de NAFTA sobre la migración México-Estados Unidos. En la segunda sección, presentamos un análisis de NAFTA y sus principales alcances y características, así como del proceso de integración que le subyace y antecede. Finalmente, nos centramos en el análisis de las transformaciones en la base productiva en México y Estados Unidos, y sus posibles impactos en la configuración de nuevos contextos para la migración entre ambos países.
 

La migración México-Estados Unidos en el contexto de NAFTA.

Con la firma de un Tratado de Libre Comercio en América del Norte (NAFTA), se configura un nuevo escenario que plantea diversas interrogantes en cuanto a la evolución futura de la migración de mexicanos a Estados Unidos, así como de sus características laborales, demográficas y socioculturales. Esta nueva fase del debate sobre la migración se inserta, sin embargo, en un ambiente de creciente hostilidad en contra de la migración mexicana, que se expresa entre otras cosas, en una serie de medidas restrictivas y eliminación de diversos beneficios sociales a los cuales los migrantes tenían acceso. Asimismo, desde el lado del gobierno mexicano tiende a hegemonizar una línea argumentativa que enfatiza los efectos "positivos" de un acuerdo comercial para disminuir y frenar el flujo migratorio.

En este contexto, y a partir de la pregunta sobre los posibles efectos de NAFTA sobre la migración, dos posiciones extremas tienden a centralizar el debate en torno a NAFTA y la migración internacional. Por un lado, quienes sostienen que la firma y puesta en práctica del acuerdo comercial permitiría una reducción del flujo migratorio, en la medida que posibilitaría una transformación y modernización de la base productiva en México, lo cual actuaría como un factor de retención de población. Por otro lado, quienes sostienen la tesis opuesta señalan que dadas las desigualdades estructurales evidentes entre una y otra economía, la integración comercial se traduciría más bien en una mayor presión para la migración mexicana hacia Estados Unidos.

i ) De acuerdo a la primera posición, la migración y el comercio funcionarían en una especie de trade off, en donde la mayor libertad en la movilidad de mercancías y de capital, tendrían como contrapartida la posibilidad de mantener fija la fuerza de trabajo (Alba, 1993a). En este marco, se espera que por un lado, el incremento de las exportaciones mexicanas a Estados Unidos (impulsadas por NAFTA) de lugar a una mayor generación de empleos y un aumento en el nivel de ingresos de los sectores populares de México. Por otro lado, el posible incremento en la inversión extranjera directa en México, con base en las nuevas reglas establecidas en NAFTA, contribuiría a la reestructuración y modernización de la base productiva de la economía mexicana, incrementando su nivel de competitividad a nivel internacional, lo cual tendría efectos similares en cuanto a la dinámica del mercado laboral (García y Griego, 1993). En tal sentido, el mayor flujo comercial y de inversión, se traducirían en factores de retención demográfica, contribuyendo a frenar la emigración mexicana a Estados Unidos.

Esta argumentación tendió a hegemonizar durante el proceso de negociación de NAFTA, tanto desde la posición mexicana como de su contraparte de Estados Unidos. Para ambos, este argumento permitía mostrar las bondades (aparentes al menos) de un tratado comercial. Ello era posible, porque en ambas posiciones predominaba una noción política de que la migración es en sí misma, algo no deseable (Estrada, 1992). Desde el lado mexicano, porque la migración es vista por los negociadores del tratado como un subsidio que hace la economía mexicana a su contraparte estadounidense, al liberarla del costo de la reproducción de la fuerza de trabajo de los migrantes. Desde el lado norteamericano, porque se ve en la migración un factor de desplazamiento de fuerza de trabajo local, que presiona los salarios hacia la baja debilitando el poder negociador de los sindicatos, a la vez que tiende a constituir una creciente carga para el erario público, al hacer uso de los diversos beneficios que otorga el sistema de seguridad social norteamericano (Rondfeldt y Ortiz de Oppermann, 1990).

ii) Desde una visión alternativa, sin embargo, se cuestiona esta perspectiva "optimista" del NAFTA en términos de sus posibles efectos sobre la dinámica migratoria. En este sentido, se señala que dadas las asimetrías y desigualdades estructurales que presentan las economías mexicanas y norteamericanas, tal trade off entre migración y comercio es simplemente una ilusión teórica, cuando no ideológica (Culbertson, 1991). Por un lado, la mayor inversión extranjera directa (de origen estadounidense en este caso) en México, si bien puede traducirse en una mayor generación de empleos, no necesariamente implicaría un incremento en el nivel salarial. Por el contrario, dadas las estructuras productivas y de dotación de recursos, la especialización que se generaría a través de la liberación del comercio y flujo de capital, es hacia una "maquiladorización" de la economía mexicana, esto es, incremento sustantivo del empleo de bajos salarios, alta inestabilidad, y otras formas de flexibilización y desregulación laboral, que redundan en una creciente precarización del empleo (Telles, 1996).

Por otro lado, la liberación comercial si bien posibilita un incremento de las exportaciones, también lo hace respecto a las importaciones. En este sentido, el efecto sería un desplazamiento de ciertas actividades domésticas producto de la competencia comercial, lo cual contribuye a un mayor desempleo junto a una mayor presión sobre los salarios. Asimismo, el incremento de las exportaciones mexicanas estaría sustentado principalmente por el desarrollo de la industria maquiladora, sector de actividad que no obstante su notable crecimiento, no ha generado hasta ahora efectos importantes en las condiciones de empleo, relaciones industriales, y niveles salariales.

En esta perspectiva, entonces, se plantea que un acuerdo de libre comercio, generaría las condiciones para una mayor y creciente emigración hacia Estados Unidos, la que se insertaría en empleos precarios, signados por su carácter eventual, de bajos salarios, carente de prestaciones y otros beneficios sociales. Esta migración se ve a su vez, como un factor necesario para consolidar el proceso de flexibilización y desregulación de las relaciones laborales en Estados Unidos, y de ese modo, contribuye a mantener sus niveles de competitividad internacional (Sassen y Smith, 1992).

Ahora bien, a cuatro de años de haberse iniciado NAFTA, este debate , parece haber sido mal planteado, tanto en su formulación, como en las respuestas que se han elaborado. En efecto, ambas posiciones tienden a asignar a NAFTA un poder de incidencia sobre la migración que es bastante cuestionable. Por un lado, NAFTA actúa sobre un marco de integración que ya se había iniciado en la década de los ochenta, y que hacia inicio de los noventa ya estaba muy avanzado. Tanto la política neoliberal implementada en México para salir de la crisis económica (agotamiento de ISI, etc.), como el proceso de reestructuración productiva y tecnológica en Estados Unidos, facilitaron la reconfiguración de sus relaciones comerciales en un marco de mayor integración y globalización de sus relaciones económicas y productivas. Esto se expresa entre otras cosas, no sólo en un incremento del comercio bilateral, sino sobre todo, en un sustantivo cambio en su estructura sectorial, mismo que expresa las transformaciones en la estructura productiva y base económica de ambas naciones.

En este contexto, NAFTA no implica un cambio de rumbo en la orientación de las relaciones económicas México-Estados Unidos. Por el contrario, la firma del tratado comercial es la consolidación de un proceso de integración silenciosa iniciado en la década pasada (Weintraub, 1992). Este proceso de integración se expresa tanto en términos de la liberación del comercio bilateral, como de los movimientos de capital y flujo de inversión directa. En este sentido, los posibles efectos de NAFTA sobre la dinámica de la migración, habría que rastrearlos en la historia reciente de la migración, y su relación con las transformaciones productivas en México y Estados Unidos, a la luz de la dinámica de tal proceso de integración silenciosa. Asimismo, las transformaciones recientes en la dinámica migratoria no se refieren sólo a su magnitud o volumen, sino también y fundamentalmente, en cuanto a su carácter (circular o permanente, urbano-rural, etc.), perfil laboral y estructuras sociodemográficas, aspectos todos ellos, que sin embargo, no han sido debidamente considerados en el debate respecto a las implicaciones de NAFTA sobre la migración México-Estados Unidos.

En este marco, el debate en torno a NAFTA y la migración México-Estados Unidos, nos parece que ha estado mal planteado. Por un lado, tanto una posición como la otra, parecen desconocer la dinámica e historia de la migración México-Estados Unidos, su persistencia en el tiempo bajo diversos contextos políticos y económicos, y en particular, las nuevas modalidades migratorias que se consolidan en los ochenta. Por otro lado, también parecen ignorarse los cambios en la estructura económica, comercial y productiva en ambos países desde los ochenta, que anteceden a NAFTA, y que dan cuenta de los cambios en la dinámica migratoria reciente.

En este contexto, nuestra tesis es algo diferente. A nuestro entender, la base de la integración económica no está en una mera liberalización del comercio trilateral, sino en la integración de procesos económicos en el marco de una determinada articulación de paradigmas productivos (postfordismo, flexibilidad, desregulación, etc.). En este sentido, la movilidad de la fuerza de trabajo al interior del bloque, no dependerá tanto del proceso de integración comercial en sí, como de la forma concreta que asuma la articulación e integración de los procesos de trabajo y mercados laborales en cada economía, y en el bloque en su conjunto.

En otras palabras, nuestra hipótesis es que la dinámica de los mercados de trabajo (factor desencadenante de la migración) no depende tanto de la forma de la integración comercial en sí, como de las transformaciones en los sistemas productivos y procesos de trabajo que le subyacen, y en particular, de la forma en que tales transformaciones se integren y articulen, configurando un sistema socio-técnico que de sustento al bloque económico-regional. Estas transformaciones apuntan a la forma e intensidad en que se aplican al proceso productivo las nuevas tecnologías y nuevos paradigmas de organización del trabajo.

Asimismo, si partimos del hecho de que todo paradigma tecnoeconómico incorpora de alguna forma, procesos de movilidad de la fuerza de trabajo como mecanismo de articulación de mercados laborales, el problema radicaría, entonces, en establecer cuáles serían las formas (y magnitud) de dicha movilidad del trabajo, en un contexto como el de NAFTA que implica la articulación y combinación de diversos paradigmas tecnoeconómicos, tanto a nivel de las economías nacionales, como del bloque en su conjunto (Lipietz, 1997). Esto marca la complejidad de las respuestas posibles, y por tanto, del entendimiento de la migración internacional en los tiempos actuales.
 

NAFTA en el marco de la globalización y restructuración productiva.

En 1991 iniciaron las negociaciones formales entre los gobiernos de México, Estados Unidos y Canadá, para la firma de un tratado de libre comercio (NAFTA), el cual, después de pasar por la aprobación de las correspondientes estructuras legislativas de cada país, entró en vigencia el 1o de Enero de 1994. En principio, el NAFTA es un acuerdo comercial que sólo se aplica a los productos originarios de los países involucrados, pero que no tiene competencia para regular la circulación y movilidad de la fuerza de trabajo (Weintraub, 1994).

Esto marca importantes diferencias, especialmente con el proceso de integración que dio origen a la Unión Europea en 1992. En efecto, en el caso de la Comunidad Económica Europea la perspectiva de un mercado único implicó que cada uno de los Estados miembros debería pasar por un proceso de integración económica, a través de directrices comunes en un intento por atenuar las desigualdades entre regiones para, de ese modo, lograr una mayor convergencia económica comunitaria (De la O y González; 1994). En el caso de NAFTA, en cambio, la integración define objetivos claramente menos ambiciosos. En particular, la política de integración se ha centrado únicamente en la configuración de áreas de libre comercio, esto es, ámbitos de "desarme" arancelario generalizado, lo que dista aún bastante de conformar un mercado común, el cual presupone además, una convergencia de las políticas nacionales y las del bloque comunitario; y obviamente, se aleja aún más de un posible mercado único, el cual presupone la completa eliminación de las restricciones al flujo de mercancías, capital y trabajo.

No obstante estas limitaciones, para México la firma de este acuerdo comercial significaba, entre otras cosas, la posibilidad de consolidar el conjunto de transformaciones en el modelo de desarrollo impulsadas a partir de la crisis de 1982. Asimismo, este acuerdo permitiría ofrecer una base económica sólida para la atracción de inversión extranjera en el mediano y largo plazo (Ramírez de la O, 1994). En este sentido, NAFTA no implica ni un alejamiento ni menos aún, una ruptura respecto a la orientación de la política económica mexicana de los últimos 15 años. Por el contrario, configura un marco de continuidad de la política de apertura comercial, financiera y de inversiones, que se inicia en México a partir de la crisis de la deuda a mediados de 1982 (Emmerich, 1994). O lo que es lo mismo, la posibilidad de llegar a un acuerdo comercial con Estados Unidos, mediante la firma de NAFTA, es porque previamente se habían desarrollado una serie de transformaciones en la economía mexicana que posibilitaban una integración real. De hecho, esta integración comercial y productiva no sólo es previa a la firma de NAFTA, sino además, delinea el tipo y carácter de la integración que finalmente se establece en el texto de NAFTA que es aprobado por las legislaturas de cada país.

En este marco, el punto de inflexión en la evolución de la política económica mexicana no es la firma de NAFTA propiamente tal, sino que se da años antes, con el ingreso de México al GATT, y en particular, a partir de la radicalidad con que el gobierno mexicano asume la implementación de las normas arancelarias que promueve dicho organismo internacional. En efecto, en 1986, año en que México ingresa al GATT, el gobierno mexicano se comprometió a aplicar un conjunto de medidas de liberalización comercial, en función de consolidar su estructura arancelaria con un nivel máximo de 50% add valorem, y reducir entre 20% y 50% los aranceles de la mayoría de sus partidas arancelarias en un periodo de 30 meses. Sin embargo, ya para 1987 (esto es, a sólo un año de haber ingresado al GATT) el nivel del arancel máximo era de sólo el 20% (Lustig, 1992).

Asimismo, en el marco del ingreso al GATT, el gobierno mexicano establece en la segunda mitad de los ochenta una importante reforma comercial, que implica la reducción arancelaria y la eliminación de cuotas y precios de protección. Por un lado, el nivel de arancel promedio (ponderado según el valor de las importaciones) se redujo de 23.5% en 1985, a sólo 12.5% en 1990. Por otro lado, se elimina la producción doméstica que estaba cubierta con precios oficiales de referencia, los que eran superiores a los precios internacionales y favorecían al productor doméstico (en 1986, esta producción representaba más del 19%). Finalmente, la producción doméstica cubierta por licencias de importación se reduce del 92.2% en 1985 a sólo el 19% en 1990 (Lustig, 1994).

Por su parte, la estructura comercial de México, ya a fines de los ochenta mostraba un alto nivel de integración con la economía de Estados Unidos, tanto en lo referente a los intercambios comerciales propiamente tales, como a los flujos de inversión extranjera directa. Así por ejemplo, en 1990 del total de las exportaciones mexicanas, el 71% se dirigieron a los Estados Unidos. Inversamente, del total de las importaciones mexicanas, el 65% fueron provenientes de dicha economía (Emmerich, 1994). En este marco, Estados Unidos constituye sin lugar a dudas, el principal socio comercial para México, aún antes de la firma del tratado de libre comercio. Por su parte, desde el punto de vista estadounidense, sus exportaciones a México corresponden sólo el 7% del total, mientras que las importaciones desde México, representan el 6% de las importaciones estadounidense. No obstante estas cifras, México constituye el tercer socio comercial para Estados Unidos, después de Canadá y Japón (o el cuarto, si se considera la Unión Europea como un todo).

Cabe señalar además, que la estructura del comercio bilateral entre México y Estados Unidos, ha sufrido importantes cambios en la década de los ochenta. Así, por ejemplo, a principios de la década pasada el petróleo era el principal producto de exportación de México a Estados Unidos. A partir de 1985, en cambio, los productos manufacturados pasan a ser el principal producto de exportación, representando en 1987 casi las dos terceras partes del total de las exportaciones mexicanas a Estados Unidos. Asimismo, hacia principios de los noventa, la industria maquiladora aporta con más de la mitad de estas exportaciones de manufacturas, lo que da cuenta del nuevo carácter y tipo de crecimiento industrial que experimenta México (Flores Salgado, 1996). Por su parte, la composición de las importaciones mexicanas desde Estados Unidos, aunque se ha mantenido estable, indica que para 1987, el 80% de ellas correspondían a productos manufacturados, muchos de los cuales, correspondían también a insumos para la industria maquiladora (Harris, 1990).

Este cambio en la composición de las exportaciones mexicanas, se debe al relajamiento de las medidas que regulaban la inversión extranjera directa, lo que posibilitó que varias empresas transnacionales estadounidense pudieran instalar directamente plantas en México, y asignarles diversas funciones de subensamble. En efecto, ya a fines de los ochenta, la inversión estadounidense representaba más del 60% de la inversión extranjera directa en México. Asimismo, cuando menos 57 de las 500 mayores empresas estadounidenses listadas por la revista Fortune, tienen plantas maquiladoras en México, incluyendo las "Tres Grandes" de la industria automotriz: Chrysler, Ford y General Motors (Eden y Molot, 1993).

De esta forma entonces, las empresas transnacionales han encabezado una verdadera integración silenciosa entre México y Estados Unidos, fomentada tanto por el creciente comercio intrafirma, como por el relajamiento de las reglas que limitaban la inversión extranjera directa (Weintraub, 1992). En efecto, y en respuesta a la creciente competencia de empresas japonesas y europeas, las estadounidenses han podido utilizar el programa mexicano de industrias maquiladoras, como un método para relocalizar diversas fases del proceso productivo que son intensivas en fuerza de trabajo, aprovechando para ello, la mano de obra abundante y barata disponible en México. En este sentido, la internacionalización de la producción de las grandes transnacionales, junto a la revolución en la tecnología de la información, son factores esenciales para entender la magnitud y dirección de los actuales patrones de comercio e inversión entre las economías de la América del Norte.

Ahora bien, este proceso de integración silenciosa permite prefigurar el carácter del proceso de integración que es estipulado formalmente en el texto de NAFTA, así como el posible papel de cada economía en dicha integración. Asimismo, permite evaluar y analizar los posibles impactos que la firma del Tratado pudiera generar en cada país. En este marco, dos son los principales niveles en los cuales podemos entender los efectos posibles de NAFTA. Por un lado, en términos de la dinámica macroeconómica; y por otro, en términos de su impacto en la reestructuración productiva que ya se había iniciado a partir de dicha integración de hecho entre las tres economías. El primero, ya lo hemos reseñado previamente, y se refiere a un mayor potencial de crecimiento económico, como resultado de la mayor tasa de inversión extranjera directa, así como de un posible incremento de las exportaciones y los ingresos de México.

El segundo, también se ha venido desarrollando previo a la firma de NAFTA, y define a nuestro entender, el carácter y potencial del proceso de integración en sí, al establecer el papel de cada economía en una división del trabajo intrabloque, misma que ya se prefiguraba en los ochenta. Este nivel, a su vez, nos parece de mayor relevancia, pues constituye la base sobre la cual se puede evaluar la potencialidad del crecimiento macroeconómico de cada país, a partir de la implementación del tratado comercial.

En este marco, el punto central lo representa el tipo de estructura productiva que se está consolidando en México y Estados Unidos, a partir del proceso de integración económica. Al respecto, y en función del tipo de especialización que parece caracterizar a cada economía del bloque comercial, podría resultar aún prematuro señalar cómo el NAFTA pudiera alterar el patrón de integración que ya se venía estableciendo en la región desde la década pasada. Lo cierto hasta ahora, es que, desde el lado mexicano, la integración productiva se ha dado principalmente, con base en la industria maquiladora de exportación, localizada en las ciudades de la frontera norte, y que se ha orientado preferentemente al procesamiento de exportaciones, esto es, al ensamble de bienes manufacturados con base en un uso intensivo de mano de obra (Gereffi, 1993).

Sin embargo, y desde el lado estadounidense, es importante tomar en cuenta la importante proliferación de plantas de subcontratación de mano de obra intensiva, que desde la década pasada, se han instalado en grandes ciudades como Los Angeles, Nueva York y Miami. Esta localización les permite aprovechar las grandes concentraciones de mano de obra barata y, en muchos casos, a los trabajadores indocumentados de México, América Central y el Caribe (Sassen, 1990). Junto a ello, se desarrollan diversas prácticas de flexibilidad laboral, tanto de tipo interno como externo, que dan cuenta de substanciales cambios en la estructura laboral y dinámica del mercado de trabajo en la economía estadounidense (Araujo, 1996).

En este contexto, podemos señalar entonces, que la integración productiva se ha venido dando en un marco de globalización y flexibilidad, y que configura parte de la estrategia que las empresas estadounidense han implementado para enfrentar su crisis de productividad y competitividad (Katz, 1996). En este marco, resulta interesante considerar la forma en que se combinan diversas prácticas y estrategias de flexibilidad, a uno y otro lado de la frontera, y como a partir de NAFTA, ellas pueden tender a una estrategia aunque no única, sí articuladas entre sí, constituyendo la base tecnoeconómica sobre la cual se construye y estructura la potencialidad económica del bloque como un todo.
 

Transformación productiva, estrategias de flexibilidad y migración.

Los cambios recientes en la estructura económica de México y Estados Unidos, aunque muy diferentes entre sí, forman parte del proceso de integración económica, y se sustentan, entre otros factores, en la política de relocalización de diversos segmentos del proceso productivo entre ambas economías, en particular, el desplazamiento hacia zonas de exportación en México, de diversas actividades de ensamble y subensamble de productos para el mercado estadounidense. No obstante, los efectos de esta mayor integración productiva no parecen ser del todo claros, reflejando más bien, un empeoramiento en las condiciones laborales de diversos grupos sociales a uno y otro lado de la frontera. En no pocos casos, los medios para mejorar los niveles de competitividad internacional se han basado en distintas formas de flexibilidad laboral que inciden directamente en la estructura de ocupaciones, el nivel de empleo y salarios, y el sistema de relaciones laborales, los cuales no siempre tienden a favorecer al trabajador (De la O 1998).

En este marco, el sentido de las transformaciones, y sus efectos en la dinámica de los mercados de trabajo, parecen estar vinculados con el tipo de estrategia que se sigue en el proceso de reestructuración productiva. En algunos casos (los menos, por cierto) el énfasis es puesto en formas de flexibilidad interna, apoyándose en un mayor involucramiento del trabajador en dichas transformaciones. En este caso, se opta por una estrategia de cambio tecnológico, en torno a la cual se establece una nueva estructura de ocupaciones, que favorece a los trabajadores de mayor calificación, que puedan adaptarse flexiblemente a los nuevos requerimientos tecnológicos, pudiendo rotar de una tarea a otra (trabajadores polivalentes). Sin embargo, por su naturaleza, esta estrategia implica una diferenciación de la fuerza de trabajo, y una reducción de las opciones de empleo para gran parte de ella.

En otros casos, la opción es hacia formas de flexibilización externa, en especial de desregulación del mercado laboral a través de prácticas flexibles de contratación y despidos, y reducción de los niveles salariales. La estructura ocupacional se transforma, favoreciéndose los empleos a tiempo parcial, a domicilio y otras formas de subcontratación. Esto lleva necesariamente a una precarización del empleo, y una mayor vulnerabilidad del trabajador ante estas nuevas condiciones de funcionamiento del mercado laboral.

Ahora bien, lo importante es que estas transformaciones no son necesariamente homogéneas, sino que tiende a darse una amplia variedad de combinaciones entre ambas formas de flexibilidad. Esta heterogeneidad resultante constituye, a nuestro modo de ver, la base de las nuevas formas de polarización y segmentación de los mercados laborales, y sobre la que se configuran diversas formas de exclusión, discriminación y segregación social, que afecta entre otros, a los trabajadores migrantes.

Con base en lo anterior, podemos señalar importantes diferencias en las transformaciones productivas entre México y Estados Unidos. En el primer país, tiende a predominar una estrategia de desregulación del mercado de trabajo, provocando una mayor precarización del empleo, reducción de las ocupaciones, informalidad, bajos salarios, y otros efectos negativos. En el caso de Estados Unidos en cambio, parece predominar una estrategia de polarización, en la que la combinación de diversas estrategias de flexibilidad, ha generado una creciente diferenciación y segmentación en la estructura de los mercados de trabajo, especialmente en las grandes ciudades. Estas ideas, las exploraremos a continuación, de modo de establecer sus posibles vínculos con las nuevas condiciones de la migración laboral México-Estados Unidos, en el marco de NAFTA y la integración económica que dicho tratado consolida.
 

La reestructuración productiva en México. Nuevas condiciones para la emigración.
 

La crisis de 1982 expresa el fin del modelo de industrialización basado en la sustitución de importaciones, cuya mayor debilidad la podemos ubicar en su incapacidad para enfrentar las nuevas reglas de la competencia oligopólica en un contexto de globalización económica (Vuskovic, 1990). Al igual que en otros países latinoamericanos, México enfrentó esta crisis con base en una política de cambio estructural y transformación productiva, la que se sustentó en tres pilares, fundamentalmente (Lustig, 1994). Por un lado, una mayor liberalización de la economía, esto es, un desplazamiento de la acción del Estado dejando un espacio abierto para el "libre" juego de los mercados en la asignación de recursos (inversión, empleo, comercio, etc.). Por otro lado, un importante cambio en el funcionamiento del mercado de trabajo, a través de la flexibilización de las reglas de contratación, despido, empleo y salarios, y relaciones industriales. Finalmente, en una política de apertura externa, impulso al proceso de sustitución de exportaciones y promoción de diversas formas de subcontratación internacional, que encuentra su mejor expresión en la industria maquiladora de exportación en la frontera norte del país.

Entre otros efectos, esta política económica estimuló directamente el crecimiento de las exportaciones manufactureras, sustentado en el auge de la industria maquiladora, así como la modernización (y en algunos casos, posterior privatización) de ciertos sectores tradicionales basados en un régimen institucional paraestatal, pero potencialmente competitivos, tales como el sector de telecomunicaciones (Telmex) y de energía (Cía de Luz y Fuerza del Centro) (Bizberg, 1993).

No obstante, esta estrategia de liberalización económica tuvo efectos negativos en gran parte de la manufactura tradicional, la que no disponía de las condiciones de productividad para enfrentar la creciente competencia de productos importados y/o de empresas transnacionales que tendían a localizarse en México. En este sentido, gran parte del sector privado interno se vio ante la disyuntiva de o enfrentar una modernización costosa, en un contexto de crisis estructural, y además con un futuro incierto, o establecer otras estrategias para sobrevivir en un mercado cada vez más competitivo.

En algunos casos, los menos por cierto, se optó por una estrategia de modernización. Se trató preferentemente de grandes industrias vinculadas a importantes grupos económicos (algunas empresas del grupo de Monterrey, por ejemplo), que implementaron un modelo de transición de una dinámica corporativa a una basada en la productividad. En otros casos, y ante la imposibilidad de sustentar un proceso de modernización productiva, una importante proporción de pequeños y medianos productores se convirtieron en abastecedores de la industria maquiladora. Para ello, se implementó una estrategia de reorientación (y a veces, su relocalización) desde el centro del país, hacia la actividad maquiladora que predominaba en la región norte (De la O, 1998).

En la mayoría de los casos, sin embargo, la estrategia de modernización fue sustituida por una de flexibilización y desregulación laboral, cuando no, por el cierre directo de diversas plantas y privatización en el caso del sector paraestatal. De esta forma, el costo para mantener determinados niveles de competitividad fue transferido en gran medida, al mercado laboral, generando una importante pérdida de empleos, reducción salarial, e inestabilidad laboral (Dussel, 1997).

Esta estrategia de industrialización, Lipietz (1997) la denomina como fordismo periférico, en términos de que las transformaciones actuales permitirían la convergencia hacia un paradigma tecnoeconómico que por un lado recoge los principios tayloristas y fordistas de la producción, pero sin la contraparte de las condiciones sociales que permitirían una regulación de las relaciones laborales, así como sin un esquema económico keynesiano que articule los ingresos de los obreros a la demanda efectiva. En este sentido, es periférico, pues se trataría de una estrategia fordista en lo productivo, pero flexible en lo laboral.

Esta estrategia establece además, un nuevo contexto de polarización y diferenciación del aparato productivo, por una parte, en sectores deprimidos y orientados al mercado interno, y por otra, en sectores como la maquiladora, que incrementan su productividad y su participación en las exportaciones totales (Bizberg, 1993). Por de pronto, el efecto neto es un descenso relativo de la actividad industrial, especialmente en las ciudades del centro del país. Por un lado, disminuye su participación en el empleo total del 27% en 1979, a menos del 23% en 1991. Por otro lado, sin embargo, desde principio de los ochenta la actividad maquiladora ha tenido un gran impulso, de tal forma que para fines de 1997 estaban operando casi 3400 plantas las que empleaban a 850 mil trabajadores directos (Canales, 1998).

En este marco, la industria maquiladora de exportación se ha convertido en el pilar de la nueva estrategia de industrialización que ha permitido reinsertar a México en el mercado mundial, y en particular, en la economía del bloque comercial de Norteamérica. Sin duda, el auge de la industria maquiladora se sostiene entre otros factores, por las ventajas de localización que otorga la vecindad con Estados Unidos, así como por la disponibilidad de una fuerza de trabajo de bajos salarios, con baja calificación y casi sin experiencia sindical independiente.

Asimismo, con base en NAFTA, en los próximos años se esperan importantes cambios en las normas legales bajo las cuales opera la industria maquiladora. Por un lado, se eliminarán las restricciones en cuanto a la localización casi exclusiva en la frontera norte, con la cual se inició el programa a mediados de los sesenta, y por otro lado, se liberaría el mercado interno, de modo que todas las maquiladoras puedan orientarse no sólo a las exportaciones, sino también hacia el mercado interno. Sin duda, ambas medidas tenderán a profundizar esta situación de polarización que ya se ha manifestado, en la medida que gran parte de las empresas locales deberán elaborar estrategias de flexibilización y desregulación laboral aún más drásticas para poder enfrentar la nueva competencia de las maquiladoras.

Asimismo, si bien en los ochenta tendió a aparecer un nuevo tipo de planta maquiladora, que han hecho importantes inversiones en alta tecnología (Gereffi, 1993), en general aún es predominante la maquiladora tradicional, caracterizada por realizar operaciones de ensamble y subensamble, intensivas en mano de obra, y que combinan salarios mínimos con trabajo a destajo. Se trata en síntesis, de la típica especialización en el procesamiento para las exportaciones, que por lo mismo, tienen escaso impacto en las economías locales, más allá de la generación de empleo directo de bajos salarios.

De esta forma, entonces, este conjunto de estrategias de flexibilidad y reestructuración productiva implementadas tanto desde el Estado como del sector privado, prefiguran un escenario no muy próspero para el mundo laboral, especialmente en cuanto a la estabilidad del empleo, estructura de ocupaciones y niveles salariales. Esta ofensiva flexibilizadora implica modificaciones substanciales en los contratos laborales, sistemas de remuneraciones, cambios en la jornada de trabajo, nuevas formas de organización y estrategias gerenciales, así como aspectos que involucran al Estado y el ejercicio de la legislación laboral y de seguridad social (De la Garza, 1995).

Asimismo, en cuanto a la estructura de las ocupaciones, se prevé también, nuevas modificaciones como resultado de la ampliación de formas hasta ahora atípicas de empleo, como la subcontratación, contratos por obra y servicio, trabajos a domicilio, trabajos eventuales, de tiempo parcial, y con horarios flexibles, entre otros. En cuanto a las formas y niveles de las remuneraciones, la flexibilización también se manifiesta en formas y mecanismos no tradicionales, como el ajustar los salarios a los cambios en la productividad del trabajo, a su calidad y eficiencia, a la situación de la empresa y a las fluctuaciones del mercado.

Ahora bien, con base en este contexto de reestructuración productiva y transformaciones en las relaciones industriales y laborales, podemos entender entonces, el nuevo carácter de la migración de mexicanos hacia los Estados Unidos, así como su dinámica, composición y modalidades migratorias. En efecto, la actual estrategia de industrialización si bien favorece el auge exportador de la industria manufacturera, el costo de ello es la polarización y desigualdad creciente que se genera. De hecho, la estrategia de flexibilidad externa y desregulación laboral seguida en México, ha implicado una creciente precarización del empleo, reducción de los salarios reales, polarización del empleo industrial, subempleo y empleo informal, y otros efectos negativos en la dinámica del mercado laboral.

En este contexto, diversas estrategias se han implementado para enfrentar la precarización de las condiciones de reproducción social de la fuerza de trabajo, especialmente, en sectores de bajos ingresos. Al respecto, destaca la estrategia de mayor autoexplotación de la fuerza de trabajo familiar, como mecanismo para enfrentar el empobrecimiento de las familias (Cortés y Rubalcava, 1991). En este sentido, podemos mencionar la creciente participación de la mujer en los mercados de trabajo formales e informales, especialmente en áreas urbanas y metropolitanas. Asimismo, la migración a Estados Unidos pasa a ser otra estrategia, que además, tiende a generalizarse a zonas del país y sectores de la población que tradicionalmente se habían mantenido al margen de los flujos migratorios.

Transformación productiva y migración en Estados Unidos.

A partir de los años setenta, la economía estadounidense muestra claros signos de estancamiento y crisis, que se expresan entre otros aspectos, en una creciente pérdida de competitividad en el comercio mundial. Así, por ejemplo si en los sesenta, Estados Unidos aportó con más del 17% de las exportaciones mundiales y sólo el 13% de las importaciones, hacia 1990, en cambio, esta relación prácticamente se había invertido. De esta forma, el tradicional superávit comercial que experimentó Estados Unidos desde la posguerra, en la década pasada se revirtió en un importante déficit de su balanza comercial (Estay, 1993).

Esta pérdida de competitividad en el comercio mundial, expresa la crisis de productividad que afectó (y aún afecta) a gran parte de las empresas norteamericanas. Esta crisis es reflejo directo del agotamiento del paradigma fordista que, como eje articulador del régimen de producción, del modo de regulación de las relaciones capital-trabajo, y del patrón de acumulación capitalista, predominara a nivel mundial, desde la crisis de los años 30.

Ante esta situación, las empresas y corporaciones estadounidenses implementaron diversas estrategias para recuperar sus niveles de competitividad a nivel mundial. En particular, y a diferencia de la experiencia europea, donde tendió a predominar una estrategia de flexibilización basada en importantes transformaciones tecnológicas, de gestión administrativa y de recursos humanos, en Estados Unidos se da una situación heterogénea, en donde parecen coexistir estrategias de desregulación de las relaciones contractuales (flexibilidad externa), con estrategias de innovación tecnológica orientadas a mejorar los niveles de productividad del trabajo (flexibilidad interna) (Labini, 1993).

En este marco, en ambas regiones tiende a generalizarse una estrategia de polarización en la estructura de las ocupaciones, especialmente, en cuanto a los niveles salariales, de calificación y capacitación, y formas de contratación (tiempo parcial, a destajo, etc.). En el caso estadounidense, esta diferenciación y segmentación del mercado laboral puede rastrearse en la combinación de diversas estrategias de reestructuración productiva, que parecen generar dinámicas específicas en los mercados laborales. En concreto, podemos agrupar estas estrategias en dos grandes categorías. Por un lado, estrategias que ponen énfasis en los aspectos internos de la flexibilidad, esto es, en los factores tecnológicos, de organización del trabajo, y de productividad propiamente tal. Por otro, estrategias que ponen énfasis en los aspectos externos de la flexibilidad, esto es, en la desregulación salarial y contractual, formas de empleo, entre otros.

En conjunto, estas estrategias conforman el nuevo patrón de crecimiento post-industrial, y permiten dar cuenta de las transformaciones recientes en la dinámica de los mercados de fuerza de trabajo, relaciones laborales, y estructura ocupacional. Al respecto, podemos adelantar que estas transformaciones son la base de una creciente diferenciación y polarización a nivel del mercado laboral en la economía estadounidense. Por un lado, entre quienes tiene acceso a empleos de altas remuneraciones, estables, de tiempo completo, etc., y por otro lado, quienes quedan marginados a empleos inestables, de bajas remuneraciones, baja calificación, etc.

i) En relación a la primera estrategia, Araujo (1996) señala cuatro políticas que tienden a predominar en el contexto norteamericano. Por un lado, una política de recursos humanos, en términos de incentivos, motivaciones, premios y compensaciones, involucramiento del trabajador, y programas de capacitación y entrenamiento. Por otro lado, la reorganización del trabajo, con base en la formación de equipos de trabajo. Una tercera se refiere a una estrategia de administración flexible, basada en la introducción de nuevos sistemas de medición y productividad, y medidas para implementar los principios de la calidad total. Finalmente, una nueva política en la configuración de las relaciones industriales, especialmente en términos de la conformación de comités paritarios empresa-trabajadores en la toma de decisiones.

Con base en encuestas representativas aplicadas a grandes empresas americanas, se encontró que a mediados de los ochenta, el 25% de ellas habían reestructurado sus prácticas de organización del trabajo, incorporando diversos principios postfordistas en la configuración de las relaciones industriales. Hasta esa fecha, sin embargo, menos del 10% de la fuerza de trabajo de tales firmas estaba bajo esas nuevas modalidades de organización productiva (Lawler, et al. 1989). Para 1992, en cambio, Osterman (1993) encontró que más del 40% de los establecimientos entrevistados ya habían implementado círculos de calidad. Asimismo, en 37% de estos establecimientos, más de la mitad de sus trabajadores estaban involucrados en al menos una de las siguientes prácticas: equipos autodirigidos, rotación de tareas, círculos de calidad, o programas de gestión de calidad total.

Asimismo, estas nuevas prácticas de organización del trabajo, no sólo involucran a plantas manufactureras, sino también a empresas del sector servicios, así como del sector público, los que se han visto presionados a flexibilizar sus prácticas de gestión de recursos humanos, en un caso, para enfrentar problemas financieros derivados de la desvinculación de los altos costos laborales con los ritmos de crecimiento de la productividad, y en otro, por la crisis fiscal y privatización de empresas del Estado.

Otros autores, sin embargo, señalan que estas prácticas son más bien marginales, en la medida que, por un lado, no parecen afectar la estructura de poder de las grandes firmas estadounidenses, a la vez que, por otro lado, tales estrategias de flexibilidad interna tienden a ser adoptadas de manera parcial y desconectadas entre sí. Se señala además, que sólo en algunos casos estas estrategias logran configurar un modelo productivo propiamente tal, como sería el caso de Xerox, o de Federal Express, por ejemplo (Applebaum y Batt, 1994).

Asimismo, esta parcialidad con que se aplican algunas prácticas de flexibilidad interna, se manifiesta también en una mayor heterogeneidad, especialmente en términos de la coexistencia en una misma planta incluso, de distintas prácticas y principios de organización de la producción. Así por ejemplo, Zlolniski (1998) señala que en algunas empresas del Sillicon Valley, la introducción en ciertos departamentos de diversas formas de involucramiento, círculos de calidad, junto a una importante innovación tecnológica, con trabajadores de alta calificación, en empleos estables, etc.; parece coexistir con otros departamentos en la misma empresa, que se basan en formas de subcontratación, de tiempo parcial, bajas remuneraciones, con trabajadores migrantes, de baja calificación, etc.

ii) En relación a la segunda estrategia, de flexibilidad externa, esta parece concitar un mayor consenso. Por de pronto, es claro que los procesos de cambio en las formas de organización de la producción plantean nuevas exigencias en cuanto a la fuerza de trabajo a ser empleada. En tal sentido, lejos de ser una excepción, la segmentación y diferenciación dentro del mercado de trabajo, parece constituir una práctica común en los países industrializados. En este marco, se inscribe la tendencia a una expansión de empleos de baja remuneración, con menores calificaciones, alta inestabilidad, de tiempo parcial, etc., que prevalece en la economía norteamericana (Klaugsbrunn, 1996). De esta forma, la reestructuración productiva ha traído como consecuencia, procesos de desindustrialización y cierre de plantas, a la vez que se instaura una relación perniciosa entre empleadores y trabajadores caracterizada por la erosión del poder de los sindicatos, la constricción de empleos y ocupaciones estables, la reducción de salarios y prestaciones sociales, etc. (Fernández-Kelly, 1991).

Asimismo, la pérdida de niveles de competitividad, ha obligado a muchas firmas a iniciar profundos cambios productivos, Esto ha llevado a un incremento de la producción en pequeña escala, con alta diferenciación de productos, rápidos cambios en su diseño y comercialización, etc. Estas transformaciones productivas, se han basado en no pocos casos, en prácticas de subcontratación y uso de formas flexibles de organización del trabajo, que pueden ir desde altamente sofisticadas, a otras muy primitivas, y que pueden encontrase en industrias muy avanzadas y modernizadas tecnológicamente, como también en las más tradicionales y con mayores rezagos tecnológicos. En este marco, esta reestructuración económica ha implicado el decline del complejo industrial predominante desde la posguerra, y provee el contexto general en el cual se ubican las nuevas tendencias en la estructura de ocupaciones y dinámica del mercado laboral (Sassen y Smith, 1992).

Se trata en definitiva, de una polarización del mercado de trabajo, en donde junto a empleos estables, de altos ingresos, se presentan otros marcados por su carácter informal y ocasional. Sassen y Smith (1992) denominan a éste como un proceso de casualization, como una forma de enfatizar el marco de precariedad en que él se presenta. Como señalan estos autores, "la expresión más extrema de este proceso de casualization es la reciente expansión de una economía informal en muchas de las grandes ciudades de Estados Unidos, que implica formas de trabajo temporal, part-time, ocasional, y el incremento de la subcontratación" (Sassen y Smith, 1992:373).

De acuerdo a estos autores, para el caso de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, la economía informal está presente en un amplio rango de sectores industriales, aunque con incidencia variable. En especial, se localizan en sectores del vestido y ropa, accesorios, contratistas de construcción, calzado y bienes deportivos, muebles, componentes electrónicos, empaques y transportes, y en menor medida en otras actividades (flores y manufactura de explosivos, entre ellas). Similar diversidad de la actividad informal encuentra Fernández-Kelly (1991) para el caso del sur de California.

Aunque se presentan diversos tipos de empleos en la economía informal, la mayoría de ellos corresponden a puestos de trabajo no calificados, sin posibilidades de capacitación, y que envuelven tareas repetitivas. En no pocos casos, se trata además de empleos "ocasionales" en industrias que aún se rigen por formas fordistas de organización del proceso de trabajo. En este sentido, la casualization, o si se quiere informalización, corresponde más bien a una estrategia de tales firmas para enfrentar los retos de la competencia, sin asumir los costos de la innovación tecnológica. De esta forma, la economía informal no sólo es una estrategia de sobrevivencia para las familias empobrecidas por la reestructuración productiva, sino también, y fundamentalmente, es resultado de los patrones de transformación en las economías formales y sectores de punta de la economía estadounidense (Sassen 1990).

Ahora bien, en estos mercados casualizated, o informalizados, tiende a presentarse una importante selectividad en cuanto al origen de la fuerza de trabajo empleada. Así por ejemplo, Fernández-Kelly (1991) encontró que tanto en los condados del sur de California, como en Nueva York, hay una fuerte presencia de hispanos y otras minorías étnicas en este tipo de actividad, especialmente en los sectores de manufacturas. Se trata de ocupaciones como operadores, tareas de ensamble, y otras de baja calificación y bajos ingresos. Asimismo, esta autora señala que en la mayoría de los casos no hay sindicatos, se desarrollan prácticas de subcontratación, y que prevalece una alta participación de mano de obra femenina.

En este marco entonces, podemos señalar que esta estrategia de flexibilidad y desregulación laboral, parece ser la base de una nueva oferta de puestos de trabajo para la población migrante, situación que por lo mismo, tiene implicaciones directas sobre la dinámica de la migración y sus cambios en la última década (Zlolniski, 1998). De esta forma entonces, podemos explicar el crecimiento de la migración, así como sus nuevas modalidades y perfiles sociodemográficos, como resultado en parte, de estos cambios en la demanda de mano de obra en las principales ciudades estadounidenses. En concreto, podemos señalar que los mexicanos tienden a ser preferidos como fuerza de trabajo en diversas ocupaciones de bajos salarios, destacándose las siguientes:
 
* Por un lado, el mercado urbano más importante, sin duda es el de servicios intensivos en trabajo, tales como restaurantes, repartidores, mensajeros, y otros servicios de consumo.
* Por otro lado, en industrias que tradicionalmente se han abastecido con mano de obra migrante, tales como ropa y vestido. En estas, las mujeres migrantes son la fuerza de trabajo predominante.
* Un tercer tipo es el autoempleo en la economía informal, o de venta en la calle. un ejemplo es la venta de flores en el centro y el metro de Manhattan
* Por último, un cuarto tipo de empleo es el trabajo por día. Este es más o menos reciente y reproduce los patrones de contratación de trabajadores migrantes en la agricultura del sur de California.

Conclusiones.
 
 

En este artículo hemos querido presentar un esquema de análisis que nos permita entender el proceso de integración comercial, en torno a NAFTA, así como sus posibles vinculaciones con la dinámica reciente y futura de la migración internacional. Como hemos señalado, nuestra tesis es que NAFTA corresponde más bien a la formalización de un bloque económico en Norteamérica, en términos que significa la consolidación de un proceso de integración silenciosa que se había iniciado en los ochenta.
 

Como acuerdo comercial, NAFTA se diferencia de otros pactos, como el de la Unión Europea, en la medida que sólo se limita a establecer un marco para el libre movimiento de mercancías y de capital, pero sin destrabar las reglas formales que limitan la movilidad del trabajo (migración internacional). No obstante, ello no significa que ante la aprobación del NAFTA la migración mexicana a Estados Unidos tienda a desaparecer. Por el contrario, dado el contexto de integración que subyace a la firma de NAFTA, la exclusión de ella en dicho acuerdo, únicamente implica que tenderá a seguir las formas y dimensiones que se habían desarrollado a partir de dicha integración de hecho.

En este sentido, la pregunta por los posibles efectos de NAFTA sobre la dinámica de la migración, no tiene sentido si previamente no se examinan tanto los cambios que la integración económica iniciada en los ochenta ha generado en las estructuras productivas y económicas de ambos países, como los cambios en la dinámica, dimensión, carácter y modalidades de la migración que tal integración ha desencadenado a partir de la década pasada.

En este sentido, y con base al carácter y magnitud de las transformaciones productivas que hemos reseñado en páginas anteriores, podemos entonces concluir que lo más probable es que a partir de NAFTA tienda a reproducirse la dinámica migratoria de los últimos 15 años, especialmente en cuanto a su carácter y modalidades que ha asumido, mismas que, sin embargo, marcan importantes rupturas con los perfiles históricos de la migración México-Estados Unidos.

En efecto, hasta fines de los setenta, el perfil sociodemográfico y laboral de los migrantes permaneció más o menos invariante, correspondiendo principalmente a población masculina, joven, sin calificación, de origen rural, que migraban en forma temporal y que en Estados Unidos se empleaban preferentemente en actividades agrícolas.

A partir de los ochenta sin embargo, se incorporan nuevos componentes al flujo migratorio, mismos que generan importantes transformaciones tanto en la dinámica migratoria como en el perfil sociodemográfico y pautas de inserción laboral de la población migrante. En efecto, a partir de la crisis de 1982, aumenta considerablemente la participación de mujeres y niños, a la vez que se incrementa la proporción de migrantes de origen urbano y provenientes de las principales zonas metropolitanas, en especial de la ciudad de México, la que a fines de los ochenta, ya aportaba con más del 10% del flujo de migrantes indocumentados (Cornelius; 1990). Asimismo, el origen del flujo migratorio se extiende hacia diversas entidades y localidades mexicanas, que hasta mediados de los setenta se habían mantenido ajenas de la migración internacional.

Cambios igualmente significativos se dan en relación a la dinámica de los migrantes en los lugares de destino en Estados Unidos. Por un lado, la migración que se dirige a zonas urbanas se incrementa significativamente, quienes tienden a insertarse productivamente en diversas actividades económicas de carácter más bien urbano (servicio doméstico, de mantenimiento, construcción, restaurantes, etc.) (Fernández-Kelly, 1991; Sassen y Smith, 1992). Finalmente, al flujo migratorio de carácter circular y temporal, se agrega un flujo no menos importante de mexicanos que tienden a establecer su residencia en forma estable y permanente en diversas ciudades y pueblos rurales de Estados Unidos (Alarcón, 1995; Cornelius, 1992).

Ahora bien, este es el contexto migratorio que predomina al momento de las negociaciones y entrada en vigencia del NAFTA. Estos nuevos componentes y modalidades migratorias, pueden entenderse a la luz de las transformaciones productivas en ambas economías. Por un lado, la profunda y prolongada crisis económica que afecta a México, junto a la estrategia de integración económica seguida, parece llevar a México a una creciente precarización del empleo y empobrecimiento de las condiciones de vida de su población. Asimismo, y en la medida que NAFTA no implicará necesariamente cambios sustantivos en la actual tendencia de la reestructuración productiva, es posible prever que la migración tenderá a seguir los patrones, modalidades y dimensiones que viene presentando en los últimos 15 años, mucho antes incluso que se iniciaran las negociaciones de NAFTA.

Por otro lado, la combinación de diversas estrategias de flexibilidad laboral, parece generar un contexto de creciente polarización y segmentación de los mercados de trabajo en Estados Unidos. En este contexto, estos cambios en la demanda de fuerza de trabajo y estructura de las ocupaciones, permite explicar en parte, tanto el incremento de la migración mexicana, como las nuevas formas y modalidades que ella asume.

De esta forma entonces, las nuevas tendencias de la migración ante el contexto de NAFTA, hay que rastrearlas en las transformaciones recientes que dicho fenómeno ha tenido, como resultado del proceso de integración silenciosa que ha vinculado a ambos países desde la década pasada, y en especial, en las estrategias de reestructuración productiva y flexibilidad que ellos han seguido. En particular, sostenemos que las nuevas modalidades migratorias se explican por una parte, por la creciente polarización y segmentación de los mercados que estas transformaciones han generado en el lado estadounidense, así como por la precarización y empobrecimiento de las condiciones de empleo y reproducción de la fuerza de trabajo, que parecen caracterizar a dichas transformaciones desde el lado mexicano.
 

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